Se pasó del frente de batalla a deambular con su cámara entre las sombras y el anonimato. Capturó una de las imágenes icónicas del plebiscito de 1988, publicó su trabajo en agencias y medios extranjeros y cosechó una temprana carrera como fotoperiodista internacional: entre fines de los 80 y los primeros años 2000, cubrió guerras y conflictos políticos en Latinoamérica, además de la cotidianidad de sus pueblos. Pero tras su regreso a Chile y de doce años como editor de fotografía del diario La Tercera, se alejó del fotoperiodismo y transitó hacia un trabajo más documental y personal. “No soy uno de esos fotógrafos que anda por la calle tomando fotos –dice–. Intento ser cada vez más invisible”.
Pedro Bahamondes Chaud
“Recontras y sandinistas reavivan en Nicaragua el fantasma de la guerra”, tituló el periódico español El País el 21 de agosto de 1993.
La prensa mundial daba cuenta del secuestro de 37 personas, en su mayoría militares, funcionarios y políticos, incluidos dos viceministros y tres diputados, a manos de 150 antiguos contras y sandinistas rearmados en Managua. La noticia remeció al país centroamericano y lo sumió en una de sus peores crisis políticas en los descuentos del siglo pasado. Medios locales consignaron inmediatamente el hecho, que llegaba en consecutivas tandas por cables de agencias internacionales, pero no lo amplió hasta solo unos días después, cuando la Cruz Roja hizo pública la lista con los nombres de los 37 rehenes. A partir de entonces, tuvo particular repercusión en Chile: en la nómina figuraba un chileno, el entonces fotógrafo de la agencia France Press Matías Recart, de 26 años.
“Increíble historia de chileno rehén”, tituló La Segunda recién el 25 de agosto de ese año.
“Yo estaba junto a otros periodistas y medios en una conferencia de prensa en un barrio de clase media alta donde estaba el vicepresidente de la República, el presidente de la Cámara de Diputados y otras autoridades y políticos de Nicaragua, todos de derecha. Estábamos en eso cuando apareció un grupo rearmado de sandinistas. Los dejaron ir a todos salvo a este grupo de políticos, pero cuando ellos se dieron cuenta de que yo trabajaba para una agencia internacional, me dejaron a mí también secuestrado”, recuerda hoy el fotógrafo chileno nacido en 1967, quien por esos años trabajaba como corresponsal basado en Nicaragua.
Gabriel, uno de sus cuatro hijos, había nacido en Managua 16 días antes, cuenta hoy Recart en un café del drugstore de Providencia. “Pensaba todo el tiempo en él y en si iba a volver a verlo o no”, revela.
“El gobierno chileno se metió a negociar mi salida y la Cruz Roja estuvo viendo nuestra salud todos los días. Las fuerzas especiales habían rodeado el lugar además, y cuando salió publicada la lista con nuestros nombres tuve la suerte de poder hacer contacto con la agencia y de tomar fotos y despacharlas en el momento, gracias a algunos contactos que por supuesto no se revelan. Durante esos siete u ocho días que estuvimos ahí, tuve las portadas de los grandes medios, del Washington Post, el New York Times y otros. Fui el único fotógrafo que tuvo registro de lo que sucedía adentro”, agrega.
–¿Qué recuerdo guardas de ese episodio?
–Por un lado, lo recuerdo provechoso en el sentido de lo que significó para mi carrera y las fotografías que pude tomar de ese hecho, pero sin duda fue también muy triste ver lo que es capaz de llegar a hacer el ser humano. Me acuerdo que pusieron a todos los políticos en calzoncillos en las ventanas, como escudos humanos. Les pusieron las metralletas en la sien y me sacaron de la pieza donde me tenían y me obligaron a tomarles fotos mientras ellos lloraban. Me pareció de un nivel de crueldad que da lo mismo tu pensamiento político. Nosotros los humanos somos los animales más salvajes que habitamos este mundo. Eso a veces no lo retrata ni siquiera una fotografía.
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De músico en fuga a corresponsal de guerra
Hasta sus 18 años no había tiempo en su vida para nada más que el violonchelo. Lo había estudiado durante su infancia en Costa Rica, luego como estudiante de música en el Campus Oriente de la Universidad Católica y, años más tarde, becado en Michigan, EEUU. El mismo día en que cumplió 18, sin embargo, Matías Recart recibió como regalo de sus hermanos, también músicos, una cámara Zenit. “Yo por supuesto no tenía idea de cómo tomar fotos. Mi vida era el chelo y nada más, pero cuando me quedé con esa cámara decidí aprender. Así fue cómo me enamoré de la fotografía, y hasta hoy nunca la he dejado”, comenta Recart.
Tomó primero un taller con Luis Weinstein en la antigua escuela Foto Forum. Luego siguió estudiando fotografía periodística con Leonardo Infante en la Fundación Claudio Arrau, su primer acercamiento con el fotoperiodismo, y meses más tarde, a mediados de 1986, se autoimpuso la idea de hacer una práctica profesional y voluntaria como fotógrafo novato. Fue a tocar las puertas de la desaparecida revista Apsi.
“Tuve la suerte de que me aceptaran. Ad honorem por supuesto, pero para mí representaba mucho más que un sueldo”, cuenta Recart. Y añade: “Empecé a tomar fotos allí, muy pocas, y me dediqué a revelar las películas de Álvaro Hoppe e Inés Paulino. Yo era su asistente, tenía 19 años y estuve casi un año ahí, metido la mayoría del tiempo en el laboratorio y salía a tomar fotos cuando no había nadie más. Me fui ganando la confianza de a poco, y ellos, Álvaro e Inés, me enseñaron muchísimo. Ellos fueron, en definitiva, mi primera escuela de fotoperiodismo, y además en terreno. Ese año me metí a la AFI (Asociación de Fotógrafos Independientes). Me dieron mi credencial y ahí sí me sentí fotógrafo”.
En rigor, ya era uno más de ellos. Comenzó a cubrir las protestas contra la dictadura y de a poco se fue codeando y dejando envolver por el clan de los reporteros gráficos que se la pasaban todo el día dando vueltas por las calles de Santiago. Tras un año en Costa Rica, Matías Recart retornó a Chile en 1988. Consiguió pronto un trabajo como fotógrafo en el diario La Época, donde colaboró junto a colegas suyos como Esteban Cabezas, Álvaro y Alejandro Hoppe, Claudio Pérez y Carla Möller. Ese mismo año se convirtió además en corresponsal de la Associated Press (STR) en América Central.
“Me nutrí muchísimo durante esa época”, comenta Recart frente a una taza de café expreso.
–¿Qué espíritu tenía en ese entonces la fotografía y el oficio de fotógrafo?
–Era una foto combativa, no era solo tomar fotos por tomar fotos. La fotografía denuncia era la que mandaba y no se concebía otra clase de fotografía que no fuera esa. Estaba la AFI, que era muy potente y definía un poco la identidad del grupo de fotógrafos de esa época. Todos querían estar ahí y no todos podían ser parte. En las protestas estaban todos ahí muy juntos. Había que protegerse. Era un poco místico. Yo después dejé La Época, vino el plebiscito y ahí empecé a freelancear; vendía fotos a la agencia Reuters y al mismo diario.
La mañana del 6 de octubre de 1988, un día después del plebiscito que sacó del poder a Augusto Pinochet y puso fin a la dictadura un año después, Matías Recart salió a las calles para fotografiar las multitudinarias celebraciones en el centro de Santiago. Logró capturar una imagen que, con el correr del tiempo, se volvió icónica y representativa además de ese convulso periodo en la historia del país. En la imagen se ve en primer plano el abrazo de un carabinero con un manifestante, en la esquina de Ahumada con la Alameda.
“Llegué de vuelta con el rollo a Reuters y no quisieron transmitir esa foto. Dijeron que ya habían transmitido muchas durante ese día y que era suficiente”, recuerda Recart.
Horas después y bien entrada la noche, llegó a la misma agencia el fotoperiodista mexicano radicado en Estados Unidos, Wesley Bocxe. “Él vio los negativos y le dijo al editor de Reuters de turno: tienes que transmitir esta foto. Y lo convenció de hacerlo”, añade Recart.
–¿Qué simboliza hoy esa fotografía para ti?
–Esa fotografía reflejó todo el espíritu de esa época: la necesidad del país de comenzar de nuevo, de reconciliarse. Además, salió publicada en Newsweek y fue mi primera fotografía publicada en una revista tan importante. Si bien no gané mucha plata por ella, en realidad nada, 50 dólares de la época, es la que me hizo mi carrera hasta el día de hoy. Mi carrera periodística al menos. No la de documentalista, que es mi otra faceta en la fotografía. La foto del abrazo me abrió puertas y me llevó a otra y luego a otra y otra. Tiempo después me llamaron de la AP (la agencia de noticias Associated Press, de Estados Unidos); habían visto mi trabajo y me ofrecieron irme a trabajar con ellos ya con un sueldo, aunque no contratado. Acepté, tenía 21 años, y me fui a cubrir la guerra en Centroamérica. Así partió mi vida como corresponsal.
Entre 1988 y el año 2000, Matías Recart cubrió y retrató con su lente, entre otros hechos, la invasión estadounidense de Panamá, la ocupación militar estadounidense de Haití, la guerra y el movimiento sandinista en Nicaragua, la crisis zapatista en Chiapas, México, la guerra en El Salvador, la situación de los rehenes en la embajada japonesa en Perú, el plebiscito en Chile y la guerra contra el narcotráfico en Colombia.
“Yo nunca busqué ser corresponsal de guerra”, afirma Recart. “La gente cree que uno como fotógrafo sueña con ir a la guerra, y es más, yo mismo me he encontrado hoy por hoy con muchos fotógrafos que sueñan con eso, y es válido, pero en mi caso nunca pensé en eso. Yo quería ser fotógrafo. Nunca pensé en irme a cubrir la guerra o no ir a cubrir la guerra. Las cosas se fueron dando, y cuando la AP me llama y me voy, me doy cuenta de que estoy en los campamentos de la contra. Vieron que hice un buen trabajo y me llevaron a la guerra de El Salvador y luego a la invasión de los gringos en Panamá. Yo me fui de la AP por motivos personales, me independicé y empecé a trabajar con un representante en Nueva York. Tiempo después, la FrancePress me llamó y me puso a cubrir todo Latinoamérica. Era muy entretenido, sobre todo para un cabro joven”, agrega.
–¿Por qué decidiste dejar de ser corresponsal entonces?
–A poco andar me empezó a picar el bichito del por qué. Por qué están pasando estas cosas, por qué hay guerra, violencia y maltrato. Nunca me quedé contento con cubrir la noticia y lograr buenas fotos, como la mayoría de los fotógrafos, que incluso si no había combate no servía el día, y no hacían nada y se dedicaban a turistear. Todo mi tiempo libre, mientras estuve en esos países, me dediqué a hacer fotos para mí. Entonces, tomaba fotos en color, porque las agencias siempre te las exigen, pero andaba siempre con una cámara chica tomando fotos en blanco y negro para mí. Pasaron años antes de revisar esas fotografías.
Su serie Haití profundo (1991-1997), expuesta en 2017 en la fotogalería Arcos, retrata cabalmente su método de trabajo, explica Recart: “Yo soy súper lento con mis trabajos, por eso tengo pocos. El de Haití partió cuando fui a cubrir para la AFP el golpe de Estado contra el presidente (Jean-Bertrand) Aristide, que luego terminó con la ocupación militar de Estados Unidos en Haití. Duró varios años ese proceso”.
El fotógrafo viajó constantemente a Haití durante seis años. Incluso para sus vacaciones, y se instalaba allá por dos o tres meses. Sumando y restando, dice Recart, fueron cuatro años tomando fotos y dos años editándolas.
Y agrega: “A mí me cargaba Haití. No me gustaba. Y no me gustaban los haitianos. Me vi durante mucho tiempo siendo una persona súper racista y súper clasista, y me di cuenta de que no me gustaban porque no entendía la cultura. Y aparte todas las fotos que yo veía de Haití eran de violencia y vudú, de nada más. Quise retratar bien esa cultura, involucrarme y conocerla. Empecé a hacer un trabajo de la vida cotidiana, y a medida que lo fui retratando y entendiendo, fui descubriendo este pueblo tremendamente digno, maravilloso y esforzado. Mi serie de Haití es un trabajo sobre la vida y la muerte, pero no muestra ni un solo muerto. Si tú miras cómo anda y cómo se viste la gente, ves toda la dignidad que hay en ellos. Todo eso se me reveló durante ese proceso”.
–¿Qué otros aspectos de tu vida ha revolucionado la fotografía?
–Mi forma de reconciliarme conmigo mismo y con mi historia ha sido a través de la fotografía. Mi trabajo Reminiscencias (2017), que hice con la cámara de un celular, tiene un correlato en mi vida. Yo me fui de Chile cuando tenía 9 años, estuve nueve años fuera de Chile, pasé nueve años sin ver a mi padre y estuve, por cierto, nueve meses en el vientre de mi madre. Esa serie contiene nueve autorretratos míos escondidos. El trabajo habla de un recorrido visual por mi interior cuando camino por las calles de Santiago, la ciudad que debió haberme visto crecer pero no me dejó crecer en ella por diferentes razones; el autoexilio de mi madre, el haberme ido de Chile a los 9 años, etcétera. Me demoré además nueve meses en tomar las fotos, pero tardé 17 años en atreverme a soltarlas. Tenía que enfrentar mis propios fantasmas, y ese ejercicio lo ha provocado también la fotografía.
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Del lado de las sombras
Se imaginó convertido en un marinero del siglo XIX, que después de muchos días de altamar llegaba de casualidad a Valparaíso. Así trazó Matías Recart el recorrido de Perdido en el paraíso (2018), su serie que narra el oscuro deambular de su personaje por las noches del puerto. Al igual que el propio fotógrafo, su alter ego en la ficción se enfrentaba a sus propios ángeles y demonios que habitan entre los cerros y en él mismo.
“Arrendé un barco y le pedí al capitán que llegara al puerto al anochecer. Aunque parezca ridículo, ese era mi proceso para empaparme del personaje. Quería ser un marinero, sentir la sensación, el viento, la soledad, el frío. Llegó un momento en que tuve que cambiar el final de la historia porque me estaba haciendo daño. Me estaba involucrando demasiado”, explica Recart sobre la serie.
“La última fotografía es la quema del Judas, y para mí representa la muerte del personaje. No sabía cómo terminar la historia, y como yo quería ser marinero y no fotógrafo, viví lo que el personaje vive en la serie. O sea, él estaba borracho y yo me emborrachaba y tomaba fotos borracho. Iba a bailar con prostitutas, y yo iba a bailar con las putas. No quería ser un fotógrafo. No quería ser un autor. Quería vivirlo yo mismo”, agrega el fotógrafo, cuyos trabajos han sido expuestos en el festival de fotoperiodismo Visa Pour L’Image, además de países como Brasil, Venezuela, México y, más recientemente, en el catálogo 2018 de fotógrafos chilenos en el festival de Landskrona, Suecia.
–¿Cómo definirías hoy tu trabajo?
–Tengo un trabajo periodístico que, creo, es muy potente, y no por bueno o malo. Me tocó vivir y estar en lugares históricos. Yo fui un privilegiado, fui testigo de la historia de los últimos años de Latinoamérica. A mí nadie me la contó. Yo la vi. Pero mi trabajo documental creo que es más fuerte para mí. Y eso para mí deviene de una búsqueda interior, porque para mí no es llegar y tomar fotos. El exterior va para mí ligado al interior. Para mí me es muy difícil fotografiar. Yo no soy uno de esos fotógrafos que anda por la calle tomando fotos. Intento ser cada vez más invisible. Yo tengo que contar una historia y ser honesto conmigo mismo. Me cuesta mucho tomar fotos individuales y tengo que tener la capacidad de que la gente no vea solo mis fotografías, sino que además me conozca a través de ellas. No es fotografiar por fotografiar para mí, por eso soy de procesos lentos.
–Tanto Reminiscencias como Perdido en el paraíso aparecieron durante tus doce años como editor de fotografía de La Tercera. ¿Cómo evalúas tu paso por allí?
–Uno podría ver el vaso medio lleno y medio vacío. Si lo veo medio vacío, claro, veo que en cierto modo estancó mi carrera, pero viéndolo medio lleno, logré poder conectarme con las generaciones más jóvenes de fotógrafos y participar de la jungla fotográfica nacional como editor. Y poner de alguna forma un granito de arena en algo que creo profundamente, y es que nosotros los fotógrafos nos tenemos que cuestionar. A lo mejor yo dejé que pasara mucho tiempo y debí irme antes de La Tercera, pero me sirvió quedarme ahí para madurar como ser humano. Entonces, mis años allí no los recuerdo en blanco y negro, ni buenos ni malos. Fue positivo, aunque hubo muchas falencias. Yo nunca había trabajado con un medio local, y me di cuenta lo precario que es el ambiente hacia los fotógrafos en Chile. Estamos subestimados y nos tratan como secundarios. O sea, tanto así que a propósito de la crisis financiera por la que están pasando los medios de comunicación acá en Chile, lo que han hecho ha sido sacrificar los departamentos de fotografía. Lo más importante para un medio, creo yo, son su marca y los activos, y entre los activos está su archivo fotográfico, que es fundamental. Después de cien años de historia, un medio conserva un archivo histórico de su país. Y si no tienes fotógrafos durante diez, quince o veinte años y solo tienes las fotografías de agencia, esas fotos no son a la larga del diario. Y, ¿de qué sirve un medio sin memoria? En el mundo ha sido más bien al revés. Los medios han adoptado por reducir también sus equipos pero tener estupendos trabajos fotográficos. Las grandes noticias, entrevistas y reportajes son con fotógrafos de ellos, porque tienen que diferenciarse de los otros medios. En Chile los medios no tienen personalidad visual, y no sé si los dueños lo saben, pero además se están quedando sin un patrimonio gigantesco.
–¿Qué piensas del panorama actual en Chile de la fotografía?
–En Chile hay muchos fotógrafos, y muchos muy buenos también. El hándicap de la fotografía chilena, la documental o periodística, es la edición. Y no pasa por la edad física de la persona. Tú puedes ser un fotógrafo joven de 60 años si empezaste a los 55, o puedes tener 30 y ser uno viejo porque partiste a los 18. El problema es la edición: muchos lo hacen de la guata y pensando en lo que el fotógrafo sintió cuando tomó esa foto. A quien vea y lea esa fotografía, eso no le interesa. Lo que importa es la fotografía. Uno tiene que ser muy frío para editar. En la fotografía tiene que haber un acento visual y un buen manejo de la luz, así como en la literatura debe haber buena ortografía. Para editar un trabajo, debes tener claro lo que quieres, si será una exposición, un libro o para publicarlo en un medio. Cada posibilidad te lleva a una edición diferente, y los cabros más jóvenes no lo entienden tanto. También les falta tener más roce internacional. Un fotógrafo no puede solo mirar fotografías. Tiene que ir al teatro, recorrer un museo, escuchar música clásica, involucrarse con otras disciplinas. Eso te nutre como ser humano y como fotógrafo.
–A propósito, ¿cuáles son esos referentes para ti hoy?
–En la fotografía, Josef Koudelka. Por ahí nació mi tema documental. Ese fue mi gran referente cuando chico, y hoy por hoy hay muchos más fotógrafos. Mi trabajo de Haití tiene una gran influencia suya, y Koudelka la tiene hasta hoy en mí. Tengo admiración por lo que representan y el agrado de conocer también a Susan Meiselas, a Paz Errázuriz. Son personas muy potentes como fotógrafas y seres humanos. Nadie se hace fotógrafo de la nada. Todos somos un proceso. Yo existo como fotógrafo porque existieron otros fotógrafos antes, y uno debe respetarlos a todos y todas.
–¿Volverías al fotoperiodismo o al trabajo en prensa?
–Trabajar en un medio full time, no, por ningún motivo. El fotoperiodismo es la punta del iceberg y yo quiero ver el hielo completo. Por eso he ido hacia la fotografía documental. Es lo que más me interesa.
–En una de las pocas entrevistas que has dado, mencionaste la responsabilidad ética que deben tener los medios con las imágenes que publican. ¿Crees que esa responsabilidad ética existe y que se aplica en la prensa chilena?
–Cada medio debería contestar eso. En mi caso sí existe. Cuando fui editor, nunca acepté que las fotos fueran montadas y como fotógrafo nunca he montado fotos. Más importante, debe haber un debate sobre la tecnología. Ha hecho que todo el mundo sea fotógrafo. Y lo encuentro bueno, es la democratización de la imagen. Está lleno de ellas. Pero no todas son fotografías. Es distinto. Eso ha hecho que los fotoperiodistas tengan hoy una responsabilidad mayor. Ahora no solo tienes que chequear de dónde viene la información, sino también las fotografías. Ahora compiten por quién publica antes en Internet, pero no pueden correr el riesgo de no chequear, porque las imágenes podrían ser incluso de archivo. Yo veo que eso ocurre mucho en televisión. No sabes qué tan en vivo están sucediendo las imágenes que se muestran, lo cual es bien delicado, y lo mismo pasa con la fotografía.
–¿Cómo te enfrentas con tu cámara a las escenas o lugares que retratas?
–Mis trabajos personales los hago con la cámara más chica que tengo. Ahí tienes la respuesta: quiero ser un infiltrado. Trato de pasar lo más desapercibido posible, tratando de retratar la realidad, que es bastante subjetiva. Desde el momento en que estoy en un lugar ya lo estoy interviniendo, pero trato de no involucrarme en las escenas y pasar lo más desapercibido posible, pero sí trato de involucrarme en el subconsciente al mostrar mis trabajos. Quiero que la gente me conozca un poco a través de mis fotografías. Me gustaría que reconocieran mi mirada en las fotografías que hago.
–¿Qué te ha dado y qué te ha quitado la fotografía?
–Lo que me dio fue el privilegio de ser testigo de la historia contemporánea latinoamericana. Nadie me lo dice de segunda mano, lo viví. Es lo maravilloso que me ha dado la fotografía. Y lo que me quitó, el haberme saltado etapas en mi vida. La fotografía me quitó la inocencia y la posibilidad de ser un joven cualquiera; uno que lo pasa bien, que carretea, que tiene amigos, raíces. Estar viajando tanto durante esa época me quitó parte de ser un niño y un joven. Ese mismo episodio de Nicaragua, por ejemplo: yo a los 26 años estaba en la guerra y fui secuestrado. A los 23 llevé a un amigo que lo habían matado al lado mío, en El Salvador. Murió en mis brazos. Agradezco que me haya tocado a mí y no a mis hijos, pero verlo en retrospectiva es bastante fuerte y me hace mucho sentido hoy.
–¿Qué crees que proyectas de ti con tu fotografía?
–Yo creo que en mis últimos trabajos he estado proyectando mi mundo interior, mis miedos, mis carencias, mis fantasmas, pero he tratado de hacerlo en un proceso de sanación conmigo mismo. Y la fotografía es mi terapia. Y, si bien me costó muchos años, creo que ahora estoy dispuesto a desnudarme a través de la fotografía y mostrarme realmente como soy, con mis imperfecciones, sin maquillaje. Y por eso digo que cuando voy a retratar trato de no ser un fotógrafo. Y cuando retrato Santiago o Valparaíso, no estoy retratando la ciudad sino mis miedos, y era tiempo de enfrentarlos.