Por INVUNCHE
“En la luz del sol
Cerré por la noche
Desperté viejo
Pero era muy hermosa
Si yo era la más hermosa
Flores de tu jardín”
(Cécile Caulier)
Ante todo, una disgregación: Durante los primeros años de la década de los años 70, el director italiano Darío Argento estuvo desarrollando uno de sus filmes más populares, Suspiria (1977). Entre las diversas y heterogéneas lecturas que realizó en ese periodo, fue capturado por la novela alemana Mine-Haha, o de la educación física de las niñas, de Frank Wedekind. Casi 30 años después la realizadora Lucile Hadzihalilovic construye un fascinante filme basado en la novela, a medio camino entre un cuento de hadas perverso y un relato de infancia. Hadzihalilovic había producido y editado el cortometraje Carne (1991) y I Stand Alone (1998), ambas dirigidas por Gaspar Noé, y el año 2021 es una de las coproductoras de Vortex, también de Noé, y protagonizada por Darío Argento. Los circuitos comienzan a cerrarse.
Al parecer fue Bernard Shaw quien acuño la frase “La juventud es una enfermedad que se cura con los años”. En Vortex, Gaspar Noé instala otra enfermedad: la vejez como una patología o algo aun peor. La única cura a la enfermedad de ser viejo es la muerte. “La vejez es la única enfermedad de la que uno ya no espera curarse jamás”, decía el personaje Mr. Bernstein en Ciudadano Kane, cerrando el circuito patológico de Shaw.
No hay aforismo estoico ni cita a Marco Aurelio que logre apaciguar la temible enfermedad de la ancianidad. No hay más remedio que sentarse y esperar. Vortex es la espera de ese destino implacable. No se trata de esa vejez de la sabiduría, la ternura, esa ancianidad disfrazada de abuelo o abuela que enmascara la soledad del cuerpo decrépito, de los deseos aplastados, de la intensidad consumida. El filme de Noé es una máquina infernal, un pulso que enmarca la decadencia de dos cuerpos, encerrados en un laberinto de libros y afiches de filmes en un departamento enrevesado como sus propias memorias.
Hollywood quiere que sus viejos sean amables o gruñones, pero en el fondo criaturas queribles; una suerte de retorno a la infancia. En Vortex, los ancianos están extraviados. En ocasiones parecen niños, pero no pueden serlo pues, pese a que se orinan encima, olvidan sus nombres y direcciones, no soportan mucho a los niños reales, les roban protagonismo, los empujan a farfullar en silencio la letanía de enfermedades.
En una secuencia del filme, el personaje interpretado por Darío Argento intenta confesar sus emociones a su hijo. En una mitad de la pantalla vemos a Argento y al pequeño que encarna a su nieto. Frente a ellos, en la otra pantalla, vemos a Francoise Lebrun, quien encarna a la esposa de Argento en plena caída hacia las zonas infernales, y a Alex Lutz, el hijo de ambos en el filme. El pequeño juega con un automóvil (juega realmente al parecer) golpeando el vehículo contra la mesa, está aburrido, hastiado de esos viejos, del olor del departamento, del olor a muerte, del olor a libros húmedos, de la pasividad del padre, de la grabación del filme, golpea en una pantalla, golpea el cacharro. Argento intenta calmarlo, el padre no interviene. Lebrun está extraviada en un cerebro que se consume poco a poco. La escena se alarga, se tensa, se pliega en ese golpeteo insoportable, en el farfullar de los viejos. La pantalla dividida escinde la mirada, también a la familia.
La pantalla dividida ha sido una gesto divertido, caprichoso y lúdico en la historia del cine. Sus intenciones han variado, en ocasiones se trataba de emular la estructura de ciertos trípticos pictóricos, una suerte de fragmentación de la superficie visual, ofreciendo al espectador la posibilidad de rastrear la superficie con una mirada concentrada y alerta. El espectador deviene en hurgador de detalles, diferencias y variaciones, como en el Napoleón (1927), de Abel Gance, con su secuencia final proyectada en tres rollos de película en forma simultánea, lo que Emile Vuillermoz denominó tríptico Polyvisión.
No se trataba de simplemente ampliar el formato de exhibición, sino de complejizar la mirada del espectador. Un gesto manierista que no tuvo gran repercusión en la industria, y que cada cierto tiempo emerge como una excentricidad. En ocasiones ofreciendo informaciones fragmentadas en diversas ventanas, produciendo variaciones de espacios o tiempos, duplicando la secuencia de suspenso, enrareciendo el espacio o, como lo instala Noé, encerrando a ambos personajes en sus propios dolores y soledades. El espacio físico compartido se divide en dos túneles solitarios, y Sábato resuena nuevamente en esa soledad compartida, en esos túneles que se vinculan en algunos instantes, pero que los condenan finalmente a la soledad.
En 1968, Richard Fleischer estrena The Boston Strangler, filme basado en los asesinatos perpetrados por Robert de Salvo entre 1962 y 1964. Fleischer, distanciándose de la estética instalada por Hitchcock en Psicosis, recurre astutamente a dispositivos de apariencia documental. El cine directo está en boga en estos años, Albert Maysles, Richard Leacock o DA Pennebaker filmaron cámara en mano: calles, vendedores, instituciones fiscales, represión policial. Distanciamiento del suspenso de aires góticos para armar un artefacto de simulación realista. Sin embargo, Fleischer no renuncia al suspense –dispositivo fundamental del cine narrativo para no abandonar al espectador a sus propias cavilaciones– y lo deconstruye en una suerte de fragmentación intensiva del territorio criminal. Luego, De Palma convertirá el dispositivo en ejercicio lúdico repleto de pastiche y retoques kitsch: Sisters (1972), Phantom of the Paradise (1974) y Carrie (1976), son algunos de esos momentos.
Vortex, ese centro de fuerza, núcleo de un torbellino, Aleph fantasmagórico. Los créditos instalan las edades de sus protagonistas. El único plano general del film al inicio convoca la fantasía de la terraza parisina (como la falsa y bella introducción de Le sang des bêtes (1949), de Georges Franju), para luego encerrar a los protagonistas en sus propios túneles, sus laberintos, presionando al espectador a mirar a esos dos seres, con poca sentimentalidad ante lo temible del envejecimiento, la dilatación de los pasos, el extravío permanente, el patetismo romántico, la incipiente locura, la enfermedad y la muerte. No hay espacio para esas temibles máscaras y mascaradas de la vejez norteamericana, esos rostros cargados de latex para envejecer al actor joven, lo patético del disfraz.
La hermosa filmación de 1965 de Francois Hardy interpretando “Mon amie la rose”, como un relato intercalado: “Mi corazón está casi desnudo/Tengo mi pie en la tumba/Ya no soy más”, emerge al inicio del filme, antes que nos demos cuenta que veremos un descenso a un pequeño infierno en donde la compañía deviene en soledad, y la pantalla acompañará ese descenso separando a la pareja de ancianos, pese a que siempre están uno al lado del otro, pero siempre aislados, porque finalmente su soledad es irreductible. La dulce voz de la Hardy resuena más agria al ir avanzando el filme.
Luego el personaje de Argento –no de un actor cualquiera, sino de un envejecido director que construyó algunas de las escenas más perturbadoras y fascinantes del gótico y el giallo italiano–, un hurgador y constructor de artefactos audiovisuales mortales, crueles, estilizados, obsesivos en sus diseños de oculoctomías manieristas, contempla un fragmento de Vampyr (1932) de Dreyer, en donde su protagonista se ve al interior de un ataúd, secuencia imprecisa en su ontología y por lo tanto enigmática y siniestra. No sabemos si se trata de una pesadilla o de una mala jugada de lo real. Las marcas de lo onírico invaden la soledad del personaje, que está obsesionado con los sueños de los otros como un oniromante que interpreta los sueños de poetas, directores y escritores, los sueños de la ficción.
La soledad de la pantalla escindida es más brutal en cuanto el espacio físico es anómalo. El departamento parece una suerte de circuito, pequeñas habitaciones, escaleras entrecruzadas, que convergen en los reductos de cada personaje. Argento encerrado en su investigación onírica en su peculiar escritorio; Lebrun sentada en la cocina perdida en su enfermedad. Cuando el protagonista agoniza en una habitación de la casa monstruo laberinto, la mujer duerme en su cama. La pantalla dividida nos instala a cada uno en su propia soledad, la escena se alarga, la agonía bordea el humor negro: cuando alguien demora mucho en morir en un filme pareciera que la comedia pulsa por emerger y así romper con la sentimentalidad de la muerte.
Una vez más nos hemos extendido en este texto, como la agonía de nuestro Argento, como las complejas y extensas secuencias de muerte que filmaba (recuerden Inferno o Profondo Rosso). Pero no se puede cerrar esta lectura sin abrir otra mirada y referencia de la vejez cinematográfica, esta vez encarnada por la locura asesina, esa decrepitud de divas de la gran industria que cargan la vejez como una patología psicótica. La Norma Desmond (Gloria Swanson) de Sunset Boulevard (1950), o la Jane Judson (Bette Davies) de What Ever Happened to Baby Jane? (1962), son ejemplos de cómo Hollywood destruye a sus propias criaturas: una vez envejecidas las abandona y las obliga a enloquecer encerradas en sus mansiones, rodeadas de recuerdos y, sobre todo, fantasmas. Filmes hauntológicos, estudios de los espectros que han sido invocados por estas obras. Esta es otra historia, que aun espera que hablemos de ella.