Por INVUNCHE
“Y para coronar el logro, el lugar fue llamado El Reino. Se definiría la vida, y la ignorancia y la superstición no volverían a desafiar a la ciencia. Tal vez la arrogancia se ha vuelto demasiado grande, al igual que la constante negación de lo espiritual, porque al parecer el frío y la humedad han regresado. Afloran pequeñas marcas de desgaste en los modernos y robustos edificios. Hasta ahora, ninguno de los vivos lo sabe, pero la puerta de El Reino se está volviendo a abrir”. (Introducción The Kingdom)
La televisión y sus artefactos audiovisuales poseen una peculiar irradiación. Posiblemente esta capacidad de extrañar lo doméstico que poseían las imágenes televisadas, previas a la transformación del aparato mueble, dispositivo mágico, en una delicada y estilizada pantalla similar a un espejo, se ha atenuado, sin embargo no ha desaparecido sino que ha transferido su espectralidad a dispositivos portátiles. Los espectros catódicos se cuelgan a nuestra mirada y cuerpo, y los acarreamos por las calles, los carros del metro, los taxis, los Uber, viralizando estas imágenes a otros que se sientan a nuestro lado.
Es cierto que mucho de lo que transmitían los aparatos televisivos no provocaba mayor impacto, muchas de sus imágenes estaban y están demasiado domesticadas, digeridas. Sin embargo, incluso algunas fallidas series eran capaces de resonar en el imaginario popular con mayor potencia que algunos de los mejores filmes. No puedo negar, pese a mi biografía, que claramente soy un producto del aparato doméstico por sobre la sala de cine. Recuerdo bien mi experiencia de espectador de series mediocres, que sin embargo me calaban de una siniestra manera.
Algunos artefactos televisivos provocaron crisis perceptuales en sus seguidores. No operaron según las reglas tácitas de la industria de dialogar con el espectador con sus propios términos, usando sus palabras, colores, y deseos, por lo tanto, ofreciendo aquello que ya se tenía antes disfrazado de novedad. La gran jugada de la industria del cine: vender lo que ya habías comprado como si se tratara de un nuevo objeto, una imagen primigenia, lo visto no era mirado, solo satisface mis gustos.
Twin Peaks (1990-1991) infiltró los espacios domésticos de espectros –algunos de ellos literales–, crímenes, incesto, detectives paranormales, sueños dentro de sueños, canciones pop, la música de Badalamenti que resuena a un Hitchcock/Hermann con resabios de Pino Donaggio, musicalidad de anomalía kitsch.
Luego de esta experiencia, en donde los espectadores se vieron involucrados en sus propia familiaridad con la extrañeza, el sinsentido, y la materialidad de aparato que muchos aún contemplaban con una extraña mezcla de vergüenza y temor, se desencadenó una suerte de eclosión de artefactos audiovisuales que buscaban escapar a las rígidas normas narrativas que la industria le había impuesto a esta suerte de cine menor, a esta cajita idiota, como la llamaban con soberbia cierta intelectualidad que era incapaz de percibir la enorme potencia que yacía en ese peculiar mueble que habitaba en sus hogares.
Desde Dinamarca llegó, en los años 90, una suerte de continuidad del diálogo con Lynch, replanteándose imaginarios que habían estado operando en las maneras menos trasgresoras de la televisión, usurpando las formas del melodrama e instalando dichas estrategias en los hospitales de diversos lugares del mundo: General Hospital, The Black Forest Clinic, Trapper John, M.D. El hospital se convertía en una suerte de estructura dramática en donde las situaciones límites quedaban expuestas y justificadas narrativamente, desde las relaciones amorosas de sus doctores, enfermeras y pacientes, hasta la presencia amenazante y omnipresente de la muerte en forma de enfermedad, accidente o destino fatal. El espacio hospital como laberinto clínico, higiénico, poseía a su vez una contracara brutal, una suerte de tensión corporal en donde la sangre, los fluidos diversos, las mutilaciones, las famosas traqueotomías, se volvieron imágenes corrientes en lo familiar, cuando algunos años antes eran exclusividad de documentales o filmes de horror.
Lars von Trier venía trabajando desde mediados de los años 80. Su primera trilogía denominada Europa –un poco pomposamente, pero con Trier las cosas son así– estaba compuesta por filmes que bordeaban y traspasaban los límites de los diversos géneros populares, el film noir, el horror y lo fantástico, el film histórico y bélico y, sobre ellos, el invencible melodrama, denostado por generaciones de críticos y reconstruido permanentemente por los directores (buena parte de la obra de Lynch, incluyendo Twin Peaks, y de Lars Von Trier puede leerse desde esa pulsión melodramática, y esas formas melodramáticas parecen funcionar complejizando la superficie de la obra y adelgazando el significado) y, a su vez, compuesta por una suerte de ensamblado, de sampler, de técnicas del cine clásico e incluso de una suerte de prehistoria del cine que la modernidad consideraba superada e incluso caduca, como los efectos ante cámara, los proyecciones de fondo o los fundidos encadenados, que tanto fascinaban a los surrealistas. En pleno auge de las nostalgias por lo supuestamente perdido en la industria audiovisual y su repertorio de imaginarios de los años 50, Trier y Lynch recurren no a la nostalgia, sino al uso sistemático de operaciones técnicas para exorcizar ese fantasma.
Riget (the Kingdom) emerge en 1994 como una suerte de bisagra entre la adaptación del guión de Dreyer (otro maldito danés) que Trier grabo en video analógico de ¾”, después ampliada a 35mm, y luego transferida a video de 1”, otorgándole una superficie granulada que la distanciaba de los incipientes artefactos para televisión que buscaban acercarse cada vez más a ese exceso de limpieza que ahora impregna buena parte de las imágenes. Envejecerlas, maltratarlas, analogizarlas, desplazarlas del naturalismo, era una aparente obsesión del Trier de ese momento. Riget se instala entre el final del preciosismo de la trilogía Europa y el brutalismo buscado en su límite con The Idiots y el manifiesto Dogma 95 de 1995. Escapar, fugarse de esa luminosidad irradiante del futuro triunfo de la alta definición.
Hemos dado muchas vueltas para llegar a The Kingdom, y a su pequeño bastardo danés, que acaba de estrenarse con el título The Kingdom Exodus, pero era importante construir un pequeño relato en torno a la presencia del aparato televisivo tan soslayado en la historia del arte audiovisual. Poltergeist (1982) dejó claro ese reverencial temor a los aparatos, en espacial a la TV, y sobre todo cuando logran cierta autonomía o simplemente fallan. La autonomía de la televisión era habitual en sus problemas técnicos que nos obligaban hace décadas a golpearlas, sacudirlas, observar por varios minutos líneas, puntos, rayas, suciedad visual, espectros catódicos, que también se independizan cuando sus imágenes no responden a los deseos del espectador, cliente, consumidor. Imágenes que se apoderan de su aparato doméstico, contaminando sus espacios familiares.
The Kingdom, contaminó los espacios cotidianos pervirtiendo el placer culpable del melodrama hospitalario en una suerte de extravagante combinación de géneros populares, sectas médicas, humor kafkiano, ghost stories en clave de miniserie médica, transformando al hospital de Copenhague en una suerte de monstruoso espacio laberíntico, como aquellos descritos por Gastón Bachelard en su Poética del Espacio, repleto de pasillos, túneles, agujeros, oficinas maltrechas, baños públicos que devienen en oficinas de abogados, en una suerte de lectura de Kafka realizada por Lem. Espiritismo en la Dinamarca moderna, sectas chapuceras, demonismo de cine B. Algo abyecto nos trae a esta serie, intencionalmente maltrecha, que seduce y repele, vaciándose y atrapándonos. No importa cuál es su argumento, se puede resumir en una suerte de goticismo de segunda mano, un edificio maldito, fuerzas ancestrales que presionan por emerger desde sus cimientos, una suerte de coralidad trágica pero apostillada por un humor tan nórdico que nos deja perplejo: un ejercicio narrativo del propio director que se inmiscuye en la ficción quebrantándola permanentemente.
The Kingdom Exodus –al igual que Twin Peaks– renace de manera imposible y funambulesca, aunque podría usarse para ambos casos la expresión funambulistamente a propósito de la acrobacia que cada uno de estos artefactos ha tenido que realizar para renacer después de varias décadas de ausencia. Lynch opta por distanciarse completamente de las expectativas de los fans de la serie, no así de las expectativas en sus propias estrategias como autor. Trier no escapa del hospital, regresamos a ese espacio conocido pero 25 años más tarde. Varios personajes han desaparecido, algunos han muerto en su doble existencia de actor y personaje, todos han envejecido, al igual que Trier y nosotros mismos. Los aparatos han dejado de ser muebles para devenir en espejos, el hospital parece sufrir un deterioro permanente, cruje, se queja, se raja, gotea, es un cuerpo deteriorado que implora morir, encarnado en un Udo Kier –hijo demónico del hospital, cuerpo abyecto de la segunda temporada, que ha devenido en una suerte de alma del edificio–. Exodus es un malabarismo, una suerte de juego de espejos, los personajes de la serie reconocen la existencia de esta serie, se exhibió, la vieron, y asumen su abrupto final. The Kingdom posee una existencia externa, es la memoria colectiva de los personajes, y a su vez Exodus es su continuidad imposible, el relato ficcional es parte del “real”. Tenemos una guía, una sonámbula extraída de un filme de Murnau, que decepcionada y atraída mesméricamente por la serie ingresa al hospital para cerrar el proceso de buena manera. De alguna paradojal manera, los finales decepcionantes o abruptos de las series son más recordados que aquellos acordes a las normas de la narratividad tradicional.
The Kingdom ha regresado. Los siempre furiosos con Lars von Trier ahora lo estarán aún más, el resto podrá internarse en las deterioradas entrañas del hospital, seguir cámara en mano, como si se tratase de un documental de los hermanos Maysles, el desplazamiento errático de doctores, pacientes, espectros e incluso un demonio encarnado por William Defoe que deambula vacilante y perplejo por esta serie espejo.