Por INVUNCHE
“La casa natal es más que un cuerpo de vivienda, es un cuerpo de sueño.”
(Gastón Bachelard)
El cine nació como dispositivo técnico al servicio de la representación de lo real, o como maquinaria fantasmagórica capaz de prolongar el efecto de lo fantástico entre los espectadores. Quizás como “magia de los desesperados”, al decir de Giordano Bruno. En todo caso, la tendencia del cine industrial ha sido desarrollar mecanismos cada vez más eficientes para desarrollar la hiperrealidad de la imagen, incluso en aquellas situaciones en que no es necesaria.
El naturalismo optó por una vía sensata para utilizar las capacidades ilusionistas del cine. Formas sensatas, aburridas y domésticas, sin la suciedad y caoticidad del realismo en sus formas más extremas, sino más bien por el justo medio del arte indoloro y tranquilizador de las clases medias.
Uno de los géneros populares que ha sufrido con mayor fuerza este impacto de poder exhibirlo todo, esto que tanto seduce a las tecnologías digitales, es justamente el que pudo haber sido el más beneficiado: el cine fantástico. Este género nacido en el fin de las religiones, incubado como un virus al interior de los discursos ilustrados y positivistas del siglo XVIII y XIX, se sustenta en este doble juego de construir simulacros de lo cotidiano para luego quebrarlos con irrupciones de lo imposible o lo impensable, que en el cine debería ser lo inmostrable.
Aureliano Char –desaparecido investigador chileno– dejó diversas anotaciones en su intento por rastrear lo siniestro en las imágenes cinematográficas, lo cual lo llevó desde los filmes populares de horror a la experimentación de los años 60, hasta finalmente las toscas superficies del cine doméstico y su registro amateur de ceremonias y rituales. Char veía una historia oculta del cine, una suerte de trama invisible heredada desde cierto neoplatonismo que pasa por Roger Bacon, della Porta y Athanasius Kircher y que parece extenderse desde el renacimiento hasta nuestros días, encarnándose en las trampas visuales, las fantasmagorías y las linternas mágicas, y que de alguna manera enrarece la supuesta claridad técnica racional del dispositivo cinematógrafo y otros aparatos de difusión de imágenes, una suerte de dispositivos fantasmagóricos digitales.
Char, parafraseando a un personaje de William Gibson, plantea que si el ciberespacio fuera una suerte de universo consensual no sería imposible pensar que desarrollara sus propios fantasmas, dioses y demonios, como lo ha desarrollado cierto cine japonés actual. Lo mismo podría decirse de dispositivos de registro y memoria audiovisual. Para Char el cine, y el enigmático video, son dispositivos que parecen convocar lo fantasmagórico de lo real.
La casa de infancia deviene en una cartografía de lo siniestro, en la medida que los niños despiertan solos, el universo familiar parece replegarse en sus profundas grietas de inquietud. La cámara de Kyle Edward Ball en SKINAMARINK (2022) presiona el espacio familiar –el filme se realiza en la casa de infancia del director– para develar aquello que se oculta, lo terrible que habita en esos pasillos, el sótano, en la habitación de los padres. La morosa detención en objetos, aparentemente anodinos, pero que encubren facetas inquietantes, como el televisor que transmite antiguas caricaturas o la pequeña luz que parpadea en el pasillo. Es fascinante cómo una lámpara espanta cuco se convierte en un objeto tan pérfido, básicamente por la permanencia del registro de la cámara sobre ella.
El tiempo del cine fantástico parece ser la morosidad y no el montaje intensivo, o los planos cortos que nos acostumbra el terror dominante. La pesadilla infantil como gatillo y pretexto. Una versión de un relato de fantasmas y niños, una vuelta de tuerca, influenciada por Maya Deren, Brakhage o Michael Snow, de The Innocents (1961) de James Clayton.
Pegarse a los objetos, a las texturas, a las superficies. Adherirse a los muros de la casa, al televisor encendido –suerte de haunted media, al decir de Jeffrey Sconce–, a objetos electrónicos poseídos, como el aparato de televisión en Poltergeist (1982), en donde Tobe Hooper convierte a un aparato de televisión en un umbral enclavado en el corazón de la clase media norteamericana. Ese punto inquietante que permanecía durante segundos en las pantallas de los antiguos televisores –aquellos que aún eran objetos, muebles, enigmas, trampas oculares– instalaba un pequeño horror en el living de las casas.
En SKINAMARINK, el televisor transmite animaciones antiguas, liberadas de derechos y repletas de extrañeza. La luz macilenta del aparato, la musiquilla de los cartoons, los pequeños abandonados en la casa familiar, al mismo tiempo que acechados por lo que podrían ser sus padres convertidos en monstruos o los espectros de otros padres que devoran a sus hijos. Es difícil saberlo, no hay precisión en la narración.
La casa puede estar poseída, al estilo del gótico urbano de Polstergeist, o quizás los pequeños niños despertaron en un mal momento, en un intervalo demoníaco como en aquellos relatos ideados por Richard Matheson o Ray Bradbury para The Twilight Zone. El filme ofrece un fantástico atmosférico, materialista, que se presenta enrarecido en su propia superficie, dependiendo sutilmente de una narrativa tan débil como evanescente, pero suficiente como para ofrecer una simulación de ghost story.