A fines de 1988, año clave para lo que sería la transición a la democracia, un nuevo espacio para el arte nació al alero del Instituto Profesional Arcos. En una modesta sala de clases, ubicada en su primera sede de calle Pedro de Valdivia y con mínimos requerimientos expositivos, inauguraron algunos de los artistas más importantes de la escena local: Juan Dávila, José Balmes, Paz Errázuriz, Gonzalo Díaz, Arturo Duclos y Francisco Brugnoli escribieron con sus obras un pequeño pedazo de historia olvidada, que acá se empieza a reconstruir.
Denisse Espinoza A.
El problema de dejar pasar demasiado tiempo para reconstruir una historia, es que los recuerdos suelen empañarse. Los hechos concretos se mezclan con los sentimientos del momento, las fechas y nombres exactos comienzan a difuminarse y una especie de espíritu de fabulación surge a punta de la nostalgia de una época pasada que hoy pareciera más brillante. Cuando es demasiado el tiempo, los protagonistas también comienzan a desaparecer o a veces a no querer hablar del pasado.
Este es el caso del proyecto Ojo de Buey, revista y galería de arte homónimas, nacidas casi al mismo tiempo al alero del Instituto Profesional Arcos, con el afán de ser un reducto contracultural -el último- a fines de los años de la dictadura en, Chile y, que con suerte pudo prolongarse en los años venideros. El artífice central fue el antropólogo e intelectual formado entre Francia y Alemania, Jaime Muñoz, uno de los socios fundadores del centro educacional quien, aunque no respondió a las solicitudes de entrevista para este reportaje, deambula en la memoria de todos como una presencia inevitable y esencial que ha marcado el espíritu de lo que es ARCOS hasta hoy.
Para hablar de arte, sin embargo, es necesario aclarar un poco la historia previa. En el verano de 1981, se promulgó la Ley General de Universidades, una de las primeras iniciativas legales enmarcadas en la nueva Constitución del 80, con la que la dictadura daba inicio a la privatización de la educación superior a través de la posibilidad de crear universidades privadas sin dependencia estatal.
Ese mismo año, cinco socios y académicos, algunos expulsados de otras universidades por el régimen militar, decidieron formar su propio proyecto educativo: el periodista Luis Torres, los economistas Fránex Vera y José Sanfuentes, el diseñador y publicista Michael Weiss y el antropólogo Jaime Muñoz fundaron el Instituto Superior de Comunicación, Arte y Diseño en una antigua casa en calle Pirineos (el hogar de Weiss), con apenas tres carreras que prometían enganchar con los nuevos tiempos: comunicación audiovisual, publicidad y diseño.
“Ya en ese entonces Michael Weiss inventó el ojo como ícono. Muchos le llamaban Instituto del ojo o simplemente ‘el Ojo’. No teníamos la intención de ser un foco de la resistencia a la dictadura, aunque éramos todos políticos. Lo que queríamos era un lugar para trabajar tranquilos nuestras ideas, nuestros proyectos y que nadie nos jodiera, aunque nos jodieron igual”, cuenta José Sanfuentes, uno de los fundadores y actual rector del Instituto Arcos.
Lonquén 10 años, de Gonzalo Díaz.
“Pudimos funcionar en virtud de la libre empresa, pero al principio no nos dieron autorización educacional. A pesar de eso, centenares de chiquillos nos escogieron porque éramos la alternativa de poder estudiar carreras artísticas novedosas que no se impartían en otras instituciones, además con algunos de los mejores profesores de Chile que habían sido echados de otras universidades. En 1983 invitamos a sumarse a Pancho Brugnoli y abrimos nuestra cuarta carrera que fue Artes y que fue muy importante, quizás la escuela de arte más importante en dictadura”, agrega Sanfuentes.
El artista y quien sería director del Museo de Arte Contemporáneo durante 27 años, Francisco Brugnoli, venía llegando de una estadía en Italia donde había profundizado sus conocimientos en el arte de vanguardia y estaba trabajando de forma independiente en el Taller de Artes Visuales (TAV), tras haber sido exonerado de la Universidad de Chile. “El 80 fue un año muy productivo para mí, no sólo por Italia, también estuve en Francia, dicté conferencias, conocí a Giulio Carlo Argan que me dejó boquiabierto y empecé a comprar todos sus libros. Me dediqué profundamente a estudiar. Cuando volví, llegué a trabajar al TAV que era lo único que tenía y donde no entraba ni una chaucha, lo pasamos bastante mal con Virginia (Errázuriz, su esposa artista)”, cuenta Brungoli.
Virginia Errázuriz y Francisco Brugnoli.
Un día llega Bernardo Subercaseaux a mi casa y me cuenta que hay una gente joven que tiene un Instituto de Estudios Superiores de la Comunicación y que me había recomendado para dictar un ramo que se llamaba ‘Historia de los estilos’. Yo nunca había escuchado un ramo con ese nombre e incluso me pareció siútico. Conocí entonces a Jaime Muñoz, el que había inventado el ramo y quien me presentó los textos de Panofsky, que no conocía y que me parecieron muy interesantes, porque me permitían meterme dentro de la estructura de significación de una obra que era lo que a mi me interesaba y desarrollaba ya intuitivamente”, agrega el artista.
Brugnoli inició su vínculo con el Instituto que en sus recuerdos siempre se llamó Arcis, aunque ese nombre no aparecería hasta tres años después de fundada la escuela de Artes. “El año 82 yo venía saliendo de esta preciosa casa que tenía Arcis en calle Pirineos y Lucho Torres me dice que quieren abrir una carrera artística, pero que estaba pensando en Teatro. ‘Olvídate de Teatro. Si quieres tener presencia en prensa y lucimiento entre el público, tiene que ser una carrera de artes visuales”, le dije. El arte siempre fue más críptico y menos vigilado y ya en esos años las páginas sociales se estaban llenando de arte”, cuenta Brugnoli de cómo convenció a los socios de formar la escuela que dirigió hasta 1992, un año antes de volver por concurso público a la Universidad de Chile.
Entremedio, eso sí, se produjo el cisma entre los socios, que derivó en la creación de un nuevo Instituto. El desencuentro tuvo ribetes ideológicos.
En junio de 1984, José Sanfuentes, que hasta ese momento militaba clandestinamente en el PC fue detenido, luego de que otro miembro diera su nombre “para salvarse de que lo mataran”, dice. “Me reuní con Gladys Marín y Hugo Fazio, quienes eran los que dirigían el PC en Chile y vimos las alternativas.
Una era irme del país, pero yo estaba casado y con dos niñas chicas, así que imposible. Otra opción era pasar a la clandestinidad, pero menos, no sirvo para eso. Lo último era convertirme rápidamente en dirigente público, vocero del PC y eso hicimos.
Di una conferencia de prensa en el Colegio de Periodistas de calle Amunátegui que salió en todos los diarios, pero ya era tarde. Al día siguiente me tomaron preso igual, me relegaron primero a Corral y luego a Chaitén”, relata el rector de Arcos.
De sus acciones partidistas jamás había conversado con sus socios del Instituto. Les escribió una sentida carta donde “me disculpe por no haberlos informado, pero fue porque no quería que corrieran riesgos. Todos estuvimos de acuerdo en que lo más prudente era salirme del Instituto y así lo hice. Entre el 84 y el 90 mi vida fue totalmente dedicada a la lucha política, lo que me significó estar 8 veces presos ”, explica Sanfuentes.
La presencia del PC no era trivial para los socios de Arcos, sobre todo para Jaime Muñoz, quien tenía una formación anarquista, ligada al trotskismo, que más tarde se haría notar en la forma en cómo quería llevar el Instituto, lo que terminaría por apartarlo definitivamente del proyecto educativo, pero para eso faltarían aún 23 años.
En 1987, tras la salida de Sanfuentes, se produjo la primera diferencia de miradas. Luis Torres tenía la idea de transformar el Instituto en Universidad, que fuese reconocida por el Ministerio de Educación y así poder crecer en alumnos y carreras.Muñoz no estaba de acuerdo. Fue entonces que decidieron separarse en dos legalmente: el Instituto -que luego sería Universidad- Arcis y el Instituto Arcos.
Una vocal dividía las visiones políticas y educativas de los hombres al mando, quienes se quedaron con el 50% de cada proyecto. Mientras que los restantes socios, Michael Weiss y Fránex Vera se repartieron el 50% restante en 25% cada uno, quedando ambos ligados a las dos instituciones.
Según Vera, economista y el hombre a cargo de la gestión y de cuadrar los números, “con el tiempo se vio que Arcis tenía una vocación de ser vista como la Universidad de la Izquierda chilena, en cambio Jaime tenía una mirada más apolítica y artística y hasta cierto punto muy lúcida de lo que se venía”.
“El avizoró el tema de la posmodernidad y de que los alumnos que irían saliendo de Arcos iban a ir quedando rápidamente obsoletos de los que venían recién entrando. Él decía que estas profesiones en su propia práctica tenían que desarrollar el pensamiento crítico, entonces se sacaron los ramos de sociología y de formación de ciencias sociales de las mallas y se incorporó cómo generar en la misma práctica del estudiante esta capacidad crítica que les permitiera irse reinventando”, explica el economista.
Lo cierto es que durante los primeros años, curricularmente, Arcis se abocó a consolidar carreras en las Ciencias Sociales, mientras que Arcos siguió con profesiones más “técnicas”. Brugnoli prefirió irse con Luis Torres.
“Los que se fueron con Arcos eran quienes no querían la universidad, mientras que Lucho Torres la quería y le dio un impulso feroz y muy grande a esto, quizás demasiado grande, lo que le terminó creando debilidades con el tiempo”, comenta el artista.
“Jaime era un tipo muy ilustrado, tenía un posgrado en la Sorbonne al igual que su esposa, Vera Carneiro, quien era parte de Arcos y hacía un ramo extraordinario de Teoría de la Imagen. Eran dos personajes muy valiosos, pero Jaime tenía un carácter difícil, siempre muy cuestionador, de un pensamiento crítico francés permanente y, porqué no decirlo, muy anticomunista”, agrega Brugnoli.
Fue en ese contexto de quiebre y creación de nuevas identidades que se gestó Ojo de Buey, quizás como una forma de reemplazar la ausencia de la carrera de artes en Arcos.
Primero nació la revista, con una impronta de crítica cultural que no tenía ningún otro proyecto editorial en el país y que se prolongó hasta el 2007. El comité editorial estaba conformado por Jorge Michell (dirección), Néstor Olhagaray y Jaime Muñoz, y sus números mezclaban la reflexión y el debate artístico con textos traducidos de autores como Michel Foucault, Jacques Lacan, Peter Sloterdijk, Georges Bataille, Bernard Stiegler y Maurice Merleau-Ponty.
En tanto, la galería Ojo de Buey, con dirección del propio Jaime Muñoz, se extendió desde fines de 1988 a inicios de 1990, convirtiéndose en el último reducto contracultural galerístico que nació a fines de la dictadura.
Para Arturo Duclos, uno de los artistas que expuso en Ojo de Buey, la galería “fue un respiro bastante grande, una puerta nueva luego del cierre de algunas galerías que habían sido emblemáticas como Sur, CAL y Visuala. Yo había hecho una exposición antes, La lección de Anatomía en 1985 en la galería de Enrico Bucci, pero esta que se tituló La Isla de los muertos en Ojo de Buey, vino a consolidar mi trabajo pictórico, fue muy importante para mí”, recalca el artista.
Un nicho de muestras inolvidables
Quizás sea por su corto periodo de vida o por el “accidentado” contexto en que se levantó la galería, que varios de los artistas que expusieron en el espacio “no se acuerdan” o bien confunden si Ojo de Buey funcionaba al alero de Arcis u Arcos.
“Es factible, en el lenguaje promocional, pregonar una pronta celebración de 40 años de Arcos Instituto, pero ello sólo se logra sumando los cinco años en que su denominación era Arcis. Justamente el primer número de Ojo de Buey corresponde al segundo semestre de 1987, cuando la marca Arcos aparece en el mercado educacional (hace 35 años). Ojo de Buey no nace con Arcis, ni fue una publicación de ella”, advierte Demetrio Psijas, docente de la carrera de Cine en Arcos.
Las primeras averiguaciones sobre el calendario expositivo de Ojo de Buey apuntan a que habría abierto con una muestra de pinturas de Juan Dávila. El artista que desde 1974 vive radicado en Australia, donde ha desarrollado una brillante carrera como pintor exponiendo temprana y de forma permanente en museos como en la Galería Nacional Australiana en Canberra o la Galería Nacional de Victoria en Melbourne, estuvo siempre vinculado con artistas conceptuales de la llamada Escena de Avanzada, trabajó estrechamente con Nelly Richard e incluso fue el financista de la revista Crítica Cultural, creada por la teórica en los 90.
Fránex Vera tiene recuerdos imborrables de esa primera muestra. “Recuerdo que pusimos a un sobrino mío, que en ese tiempo iba en el colegio, a cuidar la galería. Cerrábamos a las siete, mi sobrino se iba y no había ningún otro tipo de protección o seguridad. Todo era de una formalidad básica, mínima y de una precariedad absoluta. Para la inauguración Jaime me pidió que compráramos un chuico de vino. Entonces estaban estas pinturas provocadoras, que valían ya cientos de dólares, de un tipo importante como Dávila, en un lugar precario y con el patio lleno de personas tomando un vino barato (ríe). Yo creo que todo eso era parte de como Jaime veía las cosas, no importaba si no había plata, lo importante era la curatoría, la obra, y el resto era accesorio”, dice uno de los dueños del Instituto.
Sin embargo, consultado por correo sobre dicha exposición, en principio, Dávila niega acordarse, para luego en un segundo email rectificar: “Miré en la Internet y aparezco en la tapa de un número de Ojo de Buey y como parte de una muestra en Arcos. La verdad es que no tengo recuerdos. Ese grupo de la llamada avanzada de esa época cambiaron a ser burócratas ambiciosos hoy día. Leppe me atacó muchas veces a través de los años, debe ser la razón por la que lo borré de mi mente”, escribe el artista.
Lo cierto es que en ese ambiente de lucha contra la dictadura, también habían rencillas personales y egos artísticos con los que bien se podría escribir una historia paralela del arte chileno. Uno de los mitos que siempre deambuló sobre la época, fue la supuesta pugna entre los artistas conceptuales de la Escena de Avanzada, quienes se cuadraron con un arte de resistencia hecho con medios experimentales, y quienes seguían fieles a la pintura, que era considerada de por sí, menos política.
El docente del Instituto Arcos, Darío Burotto, quien en ese entonces era un artista veinteañero estudiante de la Universidad de Chile, confirma la teoría de la que fue testigo y parte. “Había que manejar un montón de variables conceptuales para entender ese arte. Pero al mismo tiempo estaba apareciendo una nueva camada de artistas sobre todo de la Universidad de Chile que estaban volviendo al formato pictórico. Muy influidos por los movimientos punk en Alemania y también el New wave, estaban retomando la gestualidad y sensualidad de la pintura, sin dobles discursos”, dice.
“Yo era muy joven cuando apareció Ojo de Buey y la verdad es que nosotros nos movíamos más por el centro, íbamos a la galería Bucci que estaba en Huérfanos y que promovía a estos artistas jóvenes, carreteábamos en el Normandie y en el garage Matucana. También íbamos a veces a las exposiciones de la Casa Larga de Carmen Waugh, que estaba en Bellavista”, cuenta Burotto. “La única muestra a la que fui en Ojo de Buey, fue a la de Gonzalo Díaz, porque teníamos una conexión con él. Había sido alumno de la escuela y era el ayudante de Adolfo Couve, querido profesor”, agrega el videoartista, quien sí sería parte de la revista Ojo de Buey, pero en los años 2000 cuando, como él recuerda, “era editada en un formato largo, de papel couché”, diferente al roneo fotocopiado con el que nació a fines de los 80.
El Premio Nacional de Arte 2003, Gonzalo Díaz, recuerda muy bien su paso por Ojo de Buey. Allí expondría una de sus obras más icónicas y aplaudidas: Lonquén, 10 años, donde dio cuenta del impacto que le causaron los asesinatos de 15 campesinos de la zona de Isla de Maipo, cometidos el 7 de octubre de 1973, y conocidos en 1978, en lo que fue el primer caso público sobre los crímenes de la dictadura cívico-militar. Eso sí, Díaz, también asocia el origen de la galería con ARCIS y no con ARCOS.
“En esa época hacía clases de pintura en la escuela de arte del ARCIS, en un taller que quedaba a pocos metros del espacio que se transformaría en la prestigiosa galería Ojo de Buey. La invitación a exponer allí fue muy informal, en un casual encuentro de pasillo con Jaime Muñoz, quien por esos años cumplía funciones de dirección superior en el ARCIS, siendo además, uno de sus fundadores”, cuenta el artista.
“Esa invitación inesperada coincidió con otros hechos fortuitos –por ejemplo, el regalo que me hiciera Nury González de las Obras Completas de Freud en la edición de Amorrortu. Esas coincidencias me permitieron concebir esa obra que, sin saberlo mucho, estaba allí cocinándose a fuego muy lento desde hacía una década. Efectivamente ‘ese lugar’ –ARCIS, Galería Ojo de Buey, Jaime Muñoz– terminó siendo muy importante para mí en cuanto me permitió hacer esa obra que con el tiempo fue adquiriendo una importancia crítica inimaginable para mí en ese momento”, agrega Díaz.
Luego de estar años recopilando información y notas de prensa, Díaz concibió una instalación que iría más allá de la mera denuncia y que tocaba un fibra personal, en cuanto el artista -pintor de formación- se sentía cumpliendo un deber con el tema en cuestión.
Interior de un número de revista Ojo de Buey. Juan Domingo Dávila, Carlos Leppe, Manuel Cárdenas y Nelly Richard.
“Ese ‘salto’ de la pintura hacia otros lenguajes colindantes o limítrofes nunca tuvo un dramatismo programático. En verdad se hacía lo que se podía y las urgencias eran de todo tipo e intensidades. Fuera ilusión o no, parecía natural que esas urgencias y esas contingencias tuvieran la impronta de demandas concretas con las que me sentía, yo al menos, obligado a cumplir. La vida del pintor, que requiere al parecer mayor silencio necesario para ejercitar un permanente distanciamiento era o parecía ser menos posible”, cuenta Díaz, consultado por el giro que dio de la pintura de caballete a la instalación.
La obra consistía en 14 cuadros con la misma lectura (“En esta casa, el 12 de enero de 1989, le fue revelado a Gonzalo Díaz el secreto de los sueños”), donde cada marco tenía una repisa con un vaso de agua y una lámpara de bronce con su ampolleta encendida, del mismo tipo que las utilizadas domésticamente en la iluminación tradicional de la pintura de paisaje. En la sala también, se ubicó un andamio de madera, que albergaba gigantes rocas, sacos de tierra y una luz de neón atravesándolas.
La instalación que, inscribió definitivamente a Díaz como un artista conceptual, fue reversionada dos veces: en el Museo Nacional Reina Sofía de Madrid, en 2001, y en el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos en 2012. “Sin considerar esas apariciones fallidas –en ambos casos fallaron las piedras bolones del río Maipo que cargaban el andamio– Lonquén se ha construido su propio prestigio crítico”, comenta el artista.
En términos prácticos el impacto que tuvieron estas muestras en la escena local quedan circunscritas al nicho de los colegas, los académicos, académicas y estudiantes de artes. Un círculo que no sobrepasaba las 200 personas en las inauguraciones y que sumaba algunas visitas más en los días que duraba la muestra.
“Yo diría que la escena de esa época que congregaba a artistas, poetas, intelectuales, estudiantes no serían más de 400 personas. Era un grupo bastante reducido, pero afortunadamente muchas de esas personas eran escritores, entonces había mucho material escrito, mucha documentación más que fotografías, y por eso también se daba tanto el tema del mito”, apunta Duclos. “Ahora cualquier cabro chico recién egresado hace un catálogo, pero en esa época con suerte alcanzabas a hacer una tarjeta de invitación, no había plata para hacer nada, los presupuestos de impresión eran inalcanzables para nosotros, por eso usábamos tanto el mimeógrafo y la fotocopia”, agrega.
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Dos exposiciones de fotografía tuvieron lugar en Ojo de Buey. La otra fotografía, reunió a fines de 1988 a cinco integrantes de la Asociación de Fotógrafos Independientes (AFI): Patricia Alfaro, Álvaro Hoppe, Alejandro Hoppe, Héctor López y Claudio Pérez.
“Fue muy importante el abrir un espacio alternativo de pensamiento crítico y poner en la conversación temas profundos sobre temas de arte y cultura”, dice Héctor López del proyecto global de galería y revista, en el que también fue parte del comité editorial. “Participé con algunas publicaciones menores y fui parte de esa muestra. El público pertenecía más bien al mundo de la cultura y el arte, pero aparte de aquellos, algo interesante, a mi parecer, es que el estudiante de Arcos la reconocía en su importancia e irradiaba aquello a sus circuitos de amistades, lo que permitía que se acercaran públicos jóvenes diversos e interesados en el arte”, plantea.
La segunda muestra de foto haría historia. En octubre de 1989 se inauguró La manzana de Adán, exposición que unía las fotografías de Paz Errázuriz y los textos de la periodista Claudia Donoso.
Se trató de un proyecto totalmente inédito, tanto por su formato pionero, que ponía a la foto y al texto en un mismo nivel de importancia, como por el tema tabú que planteaba, que hasta entonces no se había abordado nunca en la escena cultural chilena.
La manzana de Adán consistió en el seguimiento que hicieron las autoras a una familia de homosexuales travestis y prostitutos formada por las hermanas Evelyn, Pilar y la madre de ambas, a quienes retrataron en su cotidianidad entre 1982 y 1987, y también de otros personajes del mismo mundo que las circundaban. Para la época, el proyecto era subversivo y provocador y, como recuerda Donoso, “lo exhibimos de forma tímida porque no sabíamos qué futuro tendría”.
“Para nosotras Ojo de Buey era un lugar importante, tenía el prestigio que acompañaba al Instituto Arcos y nos interesaba porque tenía un público que involucraba a los artistas, pero también a estudiantes jóvenes que deambulaban por el lugar porque estaba situado dentro del mismo Instituto”, cuenta la periodista.
“Todo el mundo que hacía trabajos en esa época era muy inseguro de lo que estaba mostrando porque no había parámetros para medir, ni tampoco había crítica. Lo que hizo Ojo de buey es de una importancia infinita porque allí estuvieron las obras que se hicieron durante la dictadura, un período políticamente adverso no solo para la integridad física de las personas, sino para la producción de arte, no había editoriales, no habían galerías, y las que habían duraban poco”, agrega Donoso.
La revista Ojo de Buey, 1987-2006.
“Se concibió como un trabajo híbrido y en ese sentido fue el primero que contempló en serio la relación foto-texto en igualdad de peso”, explica la también escritora. Con el pasar de los años y sobre todo en la última década, las fotos de Errázuriz tuvieron una vida independiente y hoy son parte de la prestigiosa colección de la Tate Gallery de Londres.
También, antes de que se convirtiese en libro, La manzana de Adán fue llevada a las tablas por un entonces desconocido Alfredo Castro, quien detectó en el trabajo de Errázuriz-Donoso la potencia de una historia marginal jamás exhibida y que terminó por darle a él también un prestigio en el medio teatral local. “Alfredo Castro y Rodrigo Pérez eran parte de ese mundo marginal que frecuentaba estos espacios y fueron a nuestra muestra. Quedaron fascinados y Alfredo decidió hacer una obra de teatro que tuvo un tremendo éxito”, señala la periodista.
Es con La manzana de Adán que Castro se hizo totalmente visible en la escena y lo que dio pie para su célebre Trilogía testimonial de Chile. Las otras dos piezas serían Historia de la sangre, en colaboración con la psicoanalista y ensayista Francesca Lombardo, y Los Días Tuertos, basada en textos de Claudia Donoso.
Tras la exposición y la obra teatral, vendría la elaboración del libro. Publicado de forma independiente por Zona Editorial gracias al interés del editor Carlos Barros, salieron a la luz, en 1990, mil ejemplares que en ese momento muy pocos tomaron en cuenta. “El lanzamiento fue en la librería Altamira del centro; fueron nuestros entrevistados y retratados y como diez pelagatos. Nadie le dio bola al libro, no salió en la prensa que yo recuerde”. Con el tiempo ese libro se transformó en un clásico, un libro de culto, con un valor de mercado sólo para coleccionistas, y en una referencia insoslayable para el arte chileno.
Sobre los sentimientos que generaba en los propios artistas la osadía de exhibir estas obras, en medio del yugo que significaba la dictadura, Donoso es sincera y enfática en derribar ciertos mitos. “Nadie andaba sobreexcitado o diciendo ‘oye estamos haciendo una cuestión increíble’ o ‘qué susto, esto es muy transgresor’. No hay que dramatizar tanto, porque a uno se le olvidaba que había represión, andábamos en una normalidad que, vista con la perspectiva de ahora era aterrante, pero que era la vida corriente”.
“Con la Paz tuvimos mucho cuidado de que a la inauguración de la muestra fuera también el grupo de los travestis retratados en el libro, quienes se encontraron en esta sala de arte completamente ajena a su medio. La muestra fue algo muy inesperado para ellos”, recuerda la periodista.
Un mes después, la periodista volvería a deambular por la sala de Ojo de buey para entrevistar al próximo artista expositor, en revista Apsi: el joven Arturo Duclos. Esa sería una exposición clave para su trayectoria, y la entrevista, sin duda, ayudó también a ponerlo en el mapa.
“Hoy hay mucha gente haciendo estudios y recopilando lo que pasó en nuestra escena cultural de los 80, en la que los autores y artistas eran totalmente desconocidos, pero que ahora forman parte del canon cultural chileno”, señala Donoso.
En diciembre de 1989, cuando el ambiente era efervescente por las elecciones presidenciales tras el triunfo del No, Arturo Duclos inauguró su muestra La isla de los muertos.
El artista, que se caracterizó por compartir proyectos con algunos de los artistas más importantes de la llamada Avanzada -Díaz, Dittborn y Dávila- pero también por ser parte de la generación que reivindicó la vuelta de la pintura, exhibió una serie de obras que consolidaron su capacidad de combinar iconografías históricas y populares, haciendo una exitosa mezcla entre gráfica y pintura, objeto e instalación.
“La isla de los muertos es una pintura de Arnold Böcklin, un pintor romántico alemán y es una isla que tiene una forma medio cadavérica, en medio se ve un bote con un personaje que es como el Caronte que lleva a los muertos al infierno. A mi me parece una metáfora bastante significativa con el país, porque siempre Chile ha sido un país isleño y por otro lado toda esta carga que siempre ha estado en mi trabajo, el arrastre de los detenidos desaparecidos en dictadura”, explica Duclos.
“En 1985 yo todavía estaba muy ligado a los artistas de la Escena de Avanzada, no en términos formales pero sí de amistad, ellos fueron mis principales avales. Pero entre 1985 y 1989 empecé a indagar en la música, a contactarme con el underground de la época. Participé mucho con la escena de Matucana 19, Garage internacional, con el Trolley, con todos esos espacios alternativos. Colaboré con los Electrodomésticos, con el grupo Viena, junto a Vicente Varas hicimos las carátulas de Pequeño vicio y toda esa experiencia estuvo metida en esta exposición, al punto que no encontré nada mejor que el día de la inauguración invitar a los Anachena a tocar ahí. Fue un evento apoteósico, estaba lleno de gente que no se quería ir. Era diciembre y como en dos días más iban a ser las elecciones, era un proceso de cierre y de apertura para algo mejor. Para mí fue un evento súper significativo”, cuenta Duclos.
Francisco Brugnoli, el último artista en exponer en Ojo de Buey, también recuerda con entusiasmo la muestra de Duclos. “Fue muy, muy buena, era muy precaria, muy linda, tenía pintura pero él nunca fue pintor, venía del grabado, de los talleres de Vilches en UC, tenía algo de la Lira Popular también. Había una cosa muy ingenua, entre conceptual y gráfica que a mi me encantó. Luego vine yo, pedí ser el último porque tenía que romper el techo”, cuenta Brugnoli.
Cadáver Exquisito se tituló el ejercicio que se inauguró en enero de 1990 y que recopiló material de instalaciones anteriores a modo de ruina. Reciclaje y atesoramiento de los escombros, que se construyó iconográficamente desde la Balsa de la Medusa, obra de Gericault que motivó la reacción de Delacroix para pintar su icónica Libertad guiando al pueblo y que según el artista “era una metáfora de la situación política de Chile”.
“Ojo de buey fue importante porque se abrió en un momento en que no habían tantos espacios de arte, muchos se habían cerrado y lo interesante es que iban personas todos los días, estudiantes, gente joven, arquitectos que deambulaban por el instituto”, explica el artista.
“El arte siempre ha sido de nicho en nuestro país, pero bueno esa es una discusión que incluso tenemos ahora. ¿Cuánta gente va a los museos? ¿Un millón al año? siendo que somos 6 millones sólo en Santiago. Va poca gente, sumado a que menos del 10% entiende lo que está viendo. Tenemos ese problema cultural que no hemos podido solucionar”, plantea el ex director del MAC.
La revista Ojo de Buey, que funcionaba en paralelo a la galería y que tiene tres números clave, aquellos en los que hace alusión a las exposiciones -la edición del primer semestre de 1989 y la del segundo semestre de 1990 y primer semestre de 1991- en las cifras concretas tampoco tuvo tanto alcance.
“La revista tenía un tiraje mucho más amplio que la distribución que tuvo. Los últimos números de los años 90 se empezaron a distribuir en los quioscos, pero era mínima la gente que los compraba. La revista no tuvo una red ni una convocatoria que hiciera que la gente comprara la revista y en la mayoría de los casos se regalaba. No creo que más de 100 ejemplares se hayan vendido por número y se regalaban otros 200, pero se editaban mil”, señala Fránex Vera. La revista estaba muy ligada a la inspiración y conducción de Jaime Muñoz, y no sobrevivieron luego del término de su período como rector y de su alejamiento del Instituto desde el 2007.
La revista y galería Ojo de Buey se transformó en una referencia de culto, una suerte de trinchera, entre otras, en las que el arte y la imaginación hubo de resistir haciendo de la precariedad un discurso y medio para respirar en una época asfixiante.