Columna de Cristóbal Gaete
ESCRITOR
instagram: @gaeteredactor
«(…) el único loco verdadero del libro es Sancho»
– Giovani Papini
Los héroes occidentales tienen dos identidades y un servidor, alguien que guarda el secreto, que los ayuda y los ama. Así me siento en este bus a Concón; a mi lado una adolescente que para celebrar sus quince años me pidió el traje y los zapatos rojos de Madoka, una luminosa heroína de secundaria, pero en este recorrido viste una polera de Tool tallas más grande y el pelo sobre su cara. Mi rol de Sancho fue pagar ese traje y obligarla a usarlo a la primera ocasión desde que llegó importado.
La fila de acceso al Estadio Municipal es azuzada por cosplayers que anuncian cuánto nos podemos transformar dentro. Otros fines de semana en este mismo estadio debe jugar Concón National, y sus jugadores amateurs abandonan sus labores cotidianas para vivir noventa minutos de su pasión. Detrás de la grada, unas amigas tapan a mi hija para que pueda ser Madoka, es imposible hacerlo en los baños químicos. Me quedo con la mochila y una bolsa con bototos. En el bus, a mi lado, era una oruga; veo una mariposa volar entre innumerables stands con chapitas, stickers, posters, mangas y accesorios.
Soy el único padre, a metros veo chicxs en grupos. A su edad bebíamos con mis amigos en la línea del tren arrastrados por la vena subterránea de la partida. Acá sólo siento olor a tabaco. Mi celular me interrumpe, mi hija me va enviando poco a poco mensajes e imágenes con otros cosplayers, todxs tienen una pose propia de esos momentos de distensión en sus historias. No parecen dispuestos en caso alguno a la violencia.
La tierra de la cancha contrasta con el cuidado del artificio que cada cuerpo lleva consigo, se adhiere a la piel, a la vista. A veces miro animé con mi hija, y no sé si les veo tan preocupados de salvar al mundo como de sobrevivir en él. Mi conclusión se escucha en el punk de Malandra A Secas: «Sinceramente no sé si esté viva mañana/ por aquí las cosas están muy rancias», cantan.
Antes de separarnos, le entregué dinero a mi hija para que comprara algo que le gustara y ojalá algún sticker de Macross o Akira. Trae algo de su ronda, un poster de Madoka; su creadora se enorgullecería al verla encarnada; para mi encargo, llega con las manos vacías. Según la UNESCO, la juventud se acaba a los veinticuatro años, y eso significa que los personajes que pegaría en mi cuaderno como seña de identidad ya son unos viejos. Para nuevos días nuevos símbolos. Mi hija va detrás de las gradas, vuelven los colores opacos, pasa por el lado de personas que le pidieron fotos o personajes a lxs que ella se las pidió. Ya nadie la reconoce.